El
móvil que uso tiene tantos megapíxeles en la cámara que el número
del día en que vivo no los supera hasta que llego a mediados de mes.
Es
un teléfono mostrenco para poder, por ejemplo, trabajar mientras
paseo por la calle. A mi sobrinísima adolescente le alucina que
parte de mi trabajo sea mirar el mail y Facebook y Twitter en la
pantalla de este universo de mitad de cuarto de kilo. Mi hermana le
pregunta a la niña una y otra vez que si aparte de trabajar en lo
que su tía (que soy yo) quiere cobrar lo mismo. “Te morirás de
hambre”, le recuerda. Yo no me ofendo: sé que hay épocas.
Lo
uso mucho para escuchar música. He puesto cien y cien temas en una
tarjeta de memoria (¡Tarjeta de Memoria! ¿No es adorable?) menor
que la uña de mi meñique izquierdo.
Hace
quince o veinte años enchufaba los auriculares a un caminhombre, un
walkman –pronunciado 'güaqman'–. Lo dejé de usar, salvo
para emergencias, cuando compré una radio chiquita que abultaba un
tercio de lo que abulta ahora mi smartphone y que pesaba apenas lo
que un par de pilas AAA. Reservaba el güaqman para aumentar
puntualmente la producción de endorfinas o alguna de esas drogas
que nos auto-regalamos. Los catalizadores eran casetes de Björk,
Radio Futura, The Cure, Nusrat Fateh Ali Khan, Polly Jean Harvey...
El resto del tiempo escuchaba Radio 3, que entonces tenía mucha
variedad.
Recuerdo
especialmente un mediodía en el que volvía de o iba a Lugo desde
Madrid. Lugo no es Lugo capital sino el pueblo donde vive mi amiga de
siempre y el viaje era la peregrinación anual para verla. El autobús
hizo una parada larga en La Bañeza o Ponferrada o en algún sitio
donde yo no recordaba haber estado una hora seguida, así que estaba
desorientada, hambrienta y con poco dinero; o sea, como casi siempre.
Alguien dijo que había mercadillo y me puse a caminar para que me
circulasen mejor desde los oídos las obsesiones de Ramón Trecet,
que presentaba a Philip Glass con gran fuerza dramática. Cerca y
lejos me perdí. Atravesé caminando un bosque de edificios de gran
altura durante los casi 8 minutos que dura “Façades”, y era la
música la que permitía la existencia de esas fachadas, la que ponía
el rojo a los ladrillos y el blanco a las persianas.
No me acuerdo de cómo fue (o había sido) el viaje, si discutí con mi amiga durante mi estancia lucense o nos jartamos de reír o si bailamos o fuimos a la playa o si volví con una cantidad de tristeza distinta en la mochila, pero que el locutor de baloncesto (a quién ya sabía yo calvo, con barba y con gafas) que llevaba “Diálogos 3” hiciese surgir una urbanización con chelo, flauta y clarinete ya no se me olvida.
No perdí el autobús. A veces no lo pierdo.
Di un paseo, comí algo barato y nocivo. Quizá leí.
Quería
explicar uno de esos momentos de enloquecedora intensidad pero vacíos
de contenido que empero jalonan esa parte mayoritaria de vida en la
que no me está pasando nada.
Buen fin de semana.
Buen fin de semana.
A Pilar Baena
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