sábado, 14 de marzo de 2015

Glass Façades

El móvil que uso tiene tantos megapíxeles en la cámara que el número del día en que vivo no los supera hasta que llego a mediados de mes.

Es un teléfono mostrenco para poder, por ejemplo, trabajar mientras paseo por la calle. A mi sobrinísima adolescente le alucina que parte de mi trabajo sea mirar el mail y Facebook y Twitter en la pantalla de este universo de mitad de cuarto de kilo. Mi hermana le pregunta a la niña una y otra vez que si aparte de trabajar en lo que su tía (que soy yo) quiere cobrar lo mismo. “Te morirás de hambre”, le recuerda. Yo no me ofendo: sé que hay épocas.

Lo uso mucho para escuchar música. He puesto cien y cien temas en una tarjeta de memoria (¡Tarjeta de Memoria! ¿No es adorable?) menor que la uña de mi meñique izquierdo.

Hace quince o veinte años enchufaba los auriculares a un caminhombre, un walkman –pronunciado 'güaqman'–. Lo dejé de usar, salvo para emergencias, cuando compré una radio chiquita que abultaba un tercio de lo que abulta ahora mi smartphone y que pesaba apenas lo que un par de pilas AAA. Reservaba el güaqman para aumentar puntualmente la producción de endorfinas o alguna de esas drogas que nos auto-regalamos. Los catalizadores eran casetes de Björk, Radio Futura, The Cure, Nusrat Fateh Ali Khan, Polly Jean Harvey... El resto del tiempo escuchaba Radio 3, que entonces tenía mucha variedad.

Recuerdo especialmente un mediodía en el que volvía de o iba a Lugo desde Madrid. Lugo no es Lugo capital sino el pueblo donde vive mi amiga de siempre y el viaje era la peregrinación anual para verla. El autobús hizo una parada larga en La Bañeza o Ponferrada o en algún sitio donde yo no recordaba haber estado una hora seguida, así que estaba desorientada, hambrienta y con poco dinero; o sea, como casi siempre. Alguien dijo que había mercadillo y me puse a caminar para que me circulasen mejor desde los oídos las obsesiones de Ramón Trecet, que presentaba a Philip Glass con gran fuerza dramática. Cerca y lejos me perdí. Atravesé caminando un bosque de edificios de gran altura durante los casi 8 minutos que dura “Façades”, y era la música la que permitía la existencia de esas fachadas, la que ponía el rojo a los ladrillos y el blanco a las persianas.


No me acuerdo de cómo fue (o había sido) el viaje, si discutí con mi amiga durante mi estancia lucense o nos jartamos de reír o si bailamos o fuimos a la playa o si volví con una cantidad de tristeza distinta en la mochila, pero que el locutor de baloncesto (a quién ya sabía yo calvo, con barba y con gafas) que llevaba “Diálogos 3” hiciese surgir una urbanización con chelo, flauta y clarinete ya no se me olvida.

No perdí el autobús. A veces no lo pierdo.
Di un paseo, comí algo barato y nocivo. Quizá leí.


Quería explicar uno de esos momentos de enloquecedora intensidad pero vacíos de contenido que empero jalonan esa parte mayoritaria de vida en la que no me está pasando nada.

Buen fin de semana.

A Pilar Baena

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